jueves, 25 de octubre de 2012

SOY INVISIBLE


Un redactor de Diario de Burgos se convierte durante unas horas en un sintecho .Constata la indiferencia con la que la sociedad ha aceptado que haya gente de cualquier edad pidiendo ayuda


Me llamo Pedro y soy invisible. Y se me hace extraño, porque hace sólo una hora, en este mismo lugar, he cruzado la mirada con varias personas e incluso alguna ha esbozado una sonrisa o amagado un saludo; entonces me llamaba Rodrigo, acababa de dejar al niño en el cole y me dirigía al coche para cambiar de vida durante unas horas, para convertirme en una de esas personas sin hogar que vemos a diario deambular por las calles. ¿Pero las vemos realmente? Yo diría que no. Les juro que durante un buen rato del día he sido invisible, si acaso un bulto, una presencia, una sombra que apenas se distingue y de la que no queda rastro ni recuerdo alguno. Y pueden estar ustedes seguros de una cosa: esa indiferencia es más dañina que dolorosa. Intuyo que tan terrible realidad en las carnes del arriba firmante desembocaría en una metástasis hambrienta y devoradora que daría rápidamente con mi muerte.
Me siento violento. Tratándose de un privilegiado, fingir esta situación tiene un punto sacrílego, como si estuviese violando con mi suplantación una intimidad mucho más digna que cualquier otra por los componentes tan dolorosos que atesora una vida así, una existencia en la calle, tan llena de nada. Tan despiadada y salvaje. De camino al Arco de Santa María me esquivan las miradas e incluso hay quienes, al verme avanzar, dan un discreto rodeo para eludir cruzarse con este tipo que soy ahora, menesteroso embozado, y que camina (sin pretenderlo, como si me viniese impuesto por la ropa que llevo o la situación que simulo) con los hombros caídos, los ojos entornados y la mirada humillada en el suelo.
La mañana es luminosa y el bullicio cotidiano inunda el centro; el trajín del puente de Santa María me convence para instalarme un rato allí y confiar en la caridad de las gentes que por él van y vienen. La vida a ras de suelo está llena de zapatos con prisa y conversaciones volanderas. Pasan y pasan como una sucesión de nubes, imperturbables ante ese bulto que extiende la mano, ante esa estatua que exhibe sobre un platito de plástico unas pocas monedas, calderilla de cobre. ‘Rivaliza’ conmigo una mimo con paraguas. Mal augurio. En un rato largo, de casi una hora, sólo dos seres vivos se han acercado a mí: un perro blanco y lanudo que me ha olfateado amigablemente y al que su dueño ha retirado cortésmente de mi lado, y una mosca, quizás la última mosca de la ciudad, encaprichada con mis manos. Puerca miseria.
Decido levantar el campamento y dirigirme al mercado sur, que a esa hora del mediodía es un lugar con ajetreo. De camino le pido un cigarrillo a un joven que, más asustado que dadivoso, me lo lanza con tanta destreza como recelo y sigue hacia adelante, dejándome con la palabra en la boca: también quería pedirle fuego. Al cabo me parapeto en la puerta del mercado con la esperanza de que alguna de las personas que sale con la compra hecha, si no dinero, sí tenga a bien gratificarme con un mendrugo de pan o con una manzana o con lo que sea. Algo que llevarme a la boca. Algo. La única persona que me responde es un hombre cargado con bolsas que admite no tener ni para él. «La crisis, macho», dice. Del resto no recibo ni la limosna de su mirada.
Cuando cambio de rumbo, hastiado, husmeo en los contenedores de basura y cuando enfilo hacia la plaza Vega veo el cielo abierto. No es exactamente el cielo, pero sí una promesa parecida: es una pizzería, que aunque aún no ha abierto sus puertas al público ya tiene a sus empleados dentro y uno de ellos fuma en la puerta. Quizás, me digo, se quedara varada alguna pizza de ayer, que aunque seca y dura puede servir para aplacar la bestia que ya ruge en mi estómago, en ayunas desde que he abierto los ojos. Pero no.

43 céntimos
Enterado de la misa de doce que se celebra en La Merced, me acerco cauto. No quisiera que mi fraudulenta presencia hiriera a quienes de verdad necesitan socorro; por otro lado, me serviría para comprobar si existe recelo ante la presencia de un nuevo mendigo o si, por el contrario, éste es bien acogido entre los suyos. Nadie más que yo se instala en la puerta del templo, al que acceden unos pocos parroquianos con cierta prisa. Únicamente una mujer se detiene en el umbral cuando extiendo el brazo; tiene el rostro dulce y me mira a los ojos mientras deposita en mi mano unas monedas, que suman cuarenta y tres céntimos, a la vez que confiesa lamentar no poder darme más. Aún no lo sé, pero es cuanto conseguiré esa mañana.
La catedral es mi siguiente destino. Bajo el Arco de Santa María una mujer toca el acordeón. Hay poca gente en las terrazas a esa hora, así que enfilo hacia el primer templo de la ciudad. En la entrada está pidiendo una mujer, que asegura no entenderme cuando le pregunto si está teniendo suerte, si ese sitio que parece suyo a tenor de la expresión y de la manera que tiene de estar en él apostada le da para comprarse un bocadillo. Me ignora y me ahuyenta con la mano. Doy con mis huesos en la puerta del Sarmental, donde tampoco me acompaña la caridad, lo mismo que me sucede poco después en San Nicolás, poco frecuentada en ese momento. La calle de La Paloma es un hervidero de gente y no puedo evitar pegar mis narices, como haría Carpanta, a un escaparate preñadito de viandas. La sola contemplación de esos manjares inundan mi boca, pero no tengo ni un solo euro.
En la esquina de Cardenal Segura hay dos músicos fumando; les pido un cigarrillo. Me dicen que no tienen. Mala suerte la mía. Las miradas siguen siendo esquivas, y en las pocas que he sorprendido observándome he detectado de todo: de la compasión al miedo, de la indiferencia al asco. Llevo siendo invisible tres horas. Invisible. Indiferente. Nadie. Nada. Hasta que aterrizo en la Casa de Acogida San Vicente Paúl, donde las benditas Hijas de la Caridad, el primer lugar en el que recibo calor verdadero, humanidad. Me siento a la mesa con dos parejas que se conocen entre sí; ellas, escasas de dientes; ellos, con mejor aspecto y toda la pinta de sacar sobresaliente en un examen de gramática parda. De su conversación, de la que no me hacen partícipe, colijo que su próximo destino es Vitoria y, más adelante, San Sebastián. Sin dar pistas, ambas parejas se confían lo bien que les ha ido en dos calles de las que no recordaban el nombre. Que ni la Policía les ha importunado. Pienso en mis cuarenta y tres céntimos...

En el comedor
Somos cuarenta en el comedor, abrumadora mayoría de varones. Además de mis compañeras de mesa, sólo hay dos mujeres más. Salen los perolos con unas lentejas poderosas, servidas con mimo por los trabajadores de la casa, atentísimos todos. Y cariñosos. Cuando llega el chorizo, que se sirve poco después, casi se hace la ola en mi mesa. Están exquisitas, y no atribuyan esta afirmación al hambre de lobo con que me acerco a ellas. El segundo también es fetén: hamburguesas caseras. Y uvas de postre. Y la estampida. El comedor se deshabita rápidamente. Me espera otra vez la calle, aunque en el centro podría descansar, descabezar una siesta, dormir esa noche...
Por fortuna para mí, he de venir a escribir el reportaje sobre esta experiencia breve pero intensa. Dura. Llevo cinco horas de la guisa que ven en las imágenes y empiezo a sentirme agobiado, y cuando conquisto de nuevo la calle y avanzo camino de casa me sorprendo haciéndolo aceleradamente, como si estuviese huyendo de algo o de alguien. Quizás sea así, y esté escapando de esta agónica sensación de invisibilidad. De esta sombra en la que me he convertido temporalmente.
 Pienso en lo que tiene que ser recibir la noche a la intemperie. Seguro que la sensación de desvalimiento y desposesión es mayor. Las alternativas son un cajero, el temible raso o una cama en el centro, que tanto da, porque veo imposible poder escapar en el silencio blanco de la noche a las frías y crueles cuchilladas del miedo y de la soledad.

viernes, 19 de octubre de 2012

La crisis origina un millón de pobres al año en España

PUBLICADO EUROPA PRESS a 18 de Octubre del 2012

La crisis económica que padece España desde 2008 está creando una bolsa de marginalidad que ya alcanza los 12,7 millones de personas y que, según denunció ayer  el presidente de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza (EAPN), Carlos Susías, un millón de ciudadanos se empobrece anualmente en el país. Estas personas forman parte de «una espiral perversa» al no contar con «ingresos suficientes» para tener «una vida digna», según anunció Susías.
En el marco del Día Mundial para la Erradicación de la Pobreza, que se conmemoró ayer, el dirigente de la ONG lamentó que los nacionales han pasado de «ser sujetos de derechos a ser asegurados» e insistió en que «conseguir que no se mueran personas es un derecho básico, no una estrategia».

El director de EAPN también aseguró que el índice de indigencia en España ha subido cinco puntos por la crisis en los últimos  años, mientras que en época de crecimiento no disminuyó. Por ello, arremetió contra las medidas que se están tomando para paliar los efectos de la actual situación económica ya que, a su juicio, «conllevan a un empobrecimiento masivo», por lo que pidió «un cambio de modelo social» en el que se actúe «sobre los efectos de la falta de recursos y no sobre las causas».
En este sentido, destacó la importancia de crear empleo «capaz de sacar de esta espiral, siempre que esté por encima del umbral de la pobreza», en alusión a los denominados minijobs que hay en Alemania y cuya posible implantación se ha debatido en España. «De cada ocho personas que trabajan con estos contratos, solo una logra tener empleo estable y las otras siete necesitan ser mantenidas por el sistema de protección germano», aseguró.
Por otro lado, el presidente de EAPN señaló que «el cambio» al que ha hecho alusión también tiene que producirse entre las entidades del Tercer Sector que, entre otros aspectos, «deberían tener la obligación» de publicar su balance de actividades para que los ciudadanos sepan «en qué gastan» el dinero que se les adjudica.

Igualmente, Susías lamentó que no se vea «con buenos ojos trabajar para que las personas sin recursos tengan una vida digna». En este punto, indicó que el hecho de que Grecia esté estudiando vender alimentos caducados a personas necesitadas refleja «el nivel de desesperación» del país y recordó que en España estos productos «no se comercializan», pero son consumidos «por mucha gente».
En su opinión, «la pobreza es consecuencia del proceso de enriquecimiento», por lo que, «a más desigualdad, más niveles de necesidad». «Hay que crecer distribuyendo», reiteró Susías, para quien existe «una situación de emergencia», pero también «de autismo en la búsqueda de soluciones».
De todos modos, la ONG aseguró que la labor de los voluntarios «no debe sustituir al empleo remunerado», ya que se trata de «un valor añadido».